Museografía para Exposición / Instalación

EL Norte tiene lo suyo

Instalación EL Norte tiene lo suyo / Artistas Jano Cortijo, Alice Vega

Curaduria: Augusto del Valle

Año: 2005

Lugar: Sala Luis Miroquesada Garland, Miraflores.

Fotografías: Juan Pablo Murrugarra (tomadas del catalogo El Norte tiene los suyo, cuya autoría pertenece a los artistas)

Texto de los artistas:

En una ciudad un inevitable, establecido y anual desfile. En el almacén de los recuerdos de un pueblo la celebración de una especie de ceremonia pública estacional.

Desde hace más de cuarenta años, la gente de Trujillo sale a las calles para ver el corso que cierra las festividades de primavera y que durante casi cuatro horas vespertinas dominicales recorre su principal y circundante avenida.

Su continua y repetida realización ha convertido al corso en costumbre y posteriormente tradición, al punto de ser (o parecer) parte intrínseca del pueblo trujillano: se desconoce o no recuerda su origen, pero se sabe casi con certeza que está ahí “desde siempre”.

Esa cualidad tradicional/popular, junto al paso/peso del tiempo, proveen al desfile primaveral de un lugar (prominente o no) en la memoria individual de cada trujillano, de manera que juntos compartimos algún recuerdo colectivo (informe pero indeleble) sobre él. La abrumadora carga de preocupaciones primarias convierten al aparatoso y fútil desfile en un fugaz instante que puede repetirse tranquila y anualmente casi hasta la perpetuidad (aún cuando se conoce “de memoria” su aspecto y estructura).

Volver a verlo no es provechoso ni nocivo. La dificultad de la memoria para registrar los hechos que por negativos o intrascendentes deberían ser irrepetibles, crea el ideal estado que ha hecho del corso una muestra tangible, una sensación concreta que retorna oportunamente cada primavera, justo cuando está a punto de perderse en el olvido, para recordarnos que al interior de una estructura arquitectónica existe una comunidad a la cual pertenecemos.

Las celebraciones, ceremonias y fiestas públicas de asistencia popular y masiva son espacios de intercambio simbólico en los que se crea la oportunidad de reforzar o establecer los vínculos del individuo con el lugar o con otros individuos, Ese es, en teoría, el propósito del corso, sin embargo, éste sirve principalmente para la momentánea transformación de la vía pública, espacio común sólo por familiar y compartido, en contenedor de un gran grupo humano que pocas veces logra un nivel real de participación o integración.

La calle simplemente se convierte en escenario y con ella, la acera se transforma -automática y lógicamente- en el lugar del auditorio, definido y delimitado con exagerada anticipación por los espectadores con enfáticos graffitis (“ocupado”) y toda clase de asientos, lugares donde se ubicarán con ansiosa expectativa desde muy tempranas horas para (ad)mirar el espectáculo que conocen pero necesitan recordar.

La prensa local da (ha dado y seguirá dando) cuenta de un pueblo entero que “se vuelca a las calles”. Pero ha omitido a los objetos que cada primavera abandonan su habitual lugar de residencia (interior y personal) para ser trasladados a un espacio distinto (exterior y compartido). Los muebles, bancos, sillas, butacas, poltronas, taburetes y demás asientos que el propio público expone en la intemperie terminan representándolo, revelando su condición (económica, social, cultural), hablando de/por él. El rutinario acto de asegurar un lugar privilegiado para ver el desfile (bizarro híbrido entre el parade norteamericano y la comparsa carnavalesca cajamarquina) termina convirtiéndose en poco menos que una declaración, una confesión, una muy sincera e inconsciente admisión sobre nuestra realidad e idiosincrasia.

Al reclamar el espacio que nos corresponde dentro del grupo para, voluntariamente o no, afirmar nuestra pertenencia a él, hacemos que el corso de cada primavera tenga como fin inconfeso el dar una clara muestra de la ecléctica y mestiza identidad nacional.

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